De vez en cuando me gusta volver a carreras en las que hace tiempo participé. Este año le ha tocado a estos 10K de Torrejón de Ardoz que corrí en 2019, que han perdido el pomposo «Running Music» del título y lo celebro.
Aquel año dicen que participamos 1600 corredores. Este año, reglamentariamente había un límite de 1800, aunque finalmente las inscripciones parece que no llegaron a 1400, de los que llegados a meta fuimos unos 1150. Parece que tras el COVID-19, las cifras de participantes no acaban de recuperarse del todo, y lo celebro, a ver si así los organizadores empiezan a olvidarse de esos malditos tramos de subida de precio en función de la cercanía de la fecha de celebración de la prueba. Y no lo digo particularmente por Torrejón, que sí tenía un tramo, pero pasaba de 8 a 10 euros. Es decir, que incluso en el tramo alto, Torrejón sigue siendo uno de los 10K más asequibles en precio de Madrid.
Del circuito y la organización no voy a decir nada nuevo a lo que ya dije en 2019. La carrera sigue bien organizada, con el mismo circuito que, si bien no es bonito, es relativamente llano y está bien medido, con los puntos kilométricos visibles y en su sitio. Tengo que decir que este año no sufrí la desorganización del avituallamiento del kilómetro 5 que comenté hace cuatro años y pude conseguir mi botellita de agua sin agobios ni aprietos. Punto para Torrejón. La recogida de dorsales, como hace cuatro años, tiene que ser antes del día de la prueba, aunque es verdad que este año estaba permitido recogerlos el mismo día a los inscritos no residentes en las provincias de Madrid y Guadalajara. Vaya. Aunque lo entiendo y cada vez más organizadores de carreras recurren a esa vía, sobre todo si los voluntarios son pocos y el día de la carrera hay muchas tareas que atender.
La bolsa del corredor no tenía más que el dorsal, la camiseta y la bolsa de tela reutilizable. Si bien es verdad que en meta nos dieron agua, plátano, un tubular para el cuello, un boli, una muestra de crema y un ¡Aquarius! (que al precio que tienen en el súper empiezo a pensar que son un auténtico artículo de lujo).
Como hace cuatro años, corrí con mi compañero Diego, aunque esta vez nos separamos al principio pues él no venía en un gran momento de forma. Yo acababa también de salir de un gripazo, pero me sentí animado desde el principio y al final acabé en 49:09 (47:52 en tiempo neto), un minuto mejor que en 2019 y más o menos la misma marca que he venido haciendo en los últimos 10K.
Por último, al perder el apellido «Running Music», se ha perdido también el concierto fin de fiesta de línea de meta. Pero así como no lo valoré hace cuatro años porque no me interesaba, tampoco lo he echado de menos este año.
En conclusión, una muy buena carrera, a buen precio, que ha mejorado sensiblemente aquel error del avituallamiento, aunque haya perdido la animación de los conciertos en meta. Quizá el circuito se pueda mejorar algo. A lo mejor se podría cruzar el Parque Europa en vez de subir la calle Hierro y hacerlo un poco más agradable.
Por fin ha llegado un año en el que puedo hacer un balance positivo sobre mi vida corretona, sobre todo teniendo en cuenta mis expectativas a principios de año, que no eran muchas tras el maldito 2020, el año de la pandemia, y el 2021, que normal, normal, tampoco es que fuera.
En cuanto a números, por fin volví a superar los 1.000 kilómetros, para registrar un total anual de 1.073. Más que en 2021 y 2020. Contando con que no hubo preparación para maratón ni carrera de larga distancia alguna, son unas buenas cifras. En cuanto a pruebas: una media maratón, dos 10K, dos trail cortos y uno largo. Seis dorsales por dos de 2021 y cero de 2020.
El medio maratón vino pronto, en marzo, no estaba previsto y salió bien, lo que me dio la confianza extra para debutar en trail en abril. Fue una experiencia que me gustó tanto que repetí en mayo, con la primavera en plena ebullición. El verano fue tranquilo en materia de carreras y entrenos. Me fastidió que la Media de Zamora la pusieran deprisa y corriendo a comienzos de septiembre, casi sin avisar, por lo que me negué a correrla, y esperé hasta el otoño para participar en una nueva carrera de trail, este vez mucho más larga y exigente. Otra magnífica experiencia que me hace buscar nuevos objetivos traileros para 2023 y, por qué no, soñar con ultras más adelante.
Pero el asfalto siempre está ahí, me gusta por lo que tiene de desafío y en noviembre volví a correr Canillejas, la carrera de mi barrio de toda la vida y a la que siempre acabo volviendo. Bajé de 50 minutos sin mucha complicación y para final de año me dejé la San Silvestre de la ciudad en la que vivo, que nunca había corrido y que ha supuesto cerrar el año con muy buen sabor de boca… y diez días de streaking.
Muy contento por tanto de todo lo que me ha dado este año: cuatro carreras nuevas y dos reencuentros con otras pruebas que ya había corrido, pero con las que sigo disfrutando. Podrían haber sido más, sí, pero no me quejo.
A 2023, como dice José Mota, no le voy a pedire que me lo supere, con que me lo iguale me conformo.
Volveré a apuntarme a carreras según vayan surgiendo, aunque ya tengo un objetivofirme: el maratón de Oporto el 5 de noviembre. A ver si me quito la espinita de 2021. Y, antes, para principios de verano una carrera de trail a la que ya he echado el ojo, en la que quiero participar pero en distancias más largas, cercanas a los 40 kilometros.
Llevo viviendo en Alcalá de Henares hará como diez años y, por una cosa o por otra, nunca había corrido su San Silvestre. Tampoco es que yo sea fan de las San Silvestres porque tan solo he corrido cuatro en Madrid y una en Zamora, cuando se corría dando vueltas al Eroski (en la que tengo el dudoso honor de haber quedado el último). Pero este año también me apetecía una carrera navideña. Podía haberme ido a la Jarama María de Villota en Nochebuena como el año pasado, pero me decidí por Alcalá más que nada porque tanto la carrera en sí, como la recogida del dorsal, me quedan al lado de casa y eso facilita mucho las cosas, sinceramente. Que sí, que en el caso de la Jarama-María de Villota el correr por el circuito del Jarama mola, pero recoger el dorsal en Mirasierra-Paco de Lucía no mola tanto, ni siquiera si vives en Madrid. Y es que en Alcalá, a pesar de ser una ciudad grande, las distancias son otras.
Volviendo a la San Silvestre Alcalaína hay que decir que no es una carrera barata precisamente: 16 euros en el primer tramo, al que no llegué a tiempo, por lo que tuve que pagar 19 euros a cambio de una camiseta, un cepillo de dientes y una carrera que dicen que es de 10 kilómetros pero que a todos nos midió unos 200 metros más. La vallecana, con todo su marketing cuesta 25 euros, por comparar.
El último día de 2022 amaneció soleado y perfecto para correr. Perfecto también que no hubiera que madrugar porque la salida era a las 11:30 (punto para la SanSil Alcalaína). Y lo mejor de correr en casa, la guinda del pastel, es coincidir con caras conocidas: Dieguito, del trabajo; Pedro, Rubén y Majano, del Olimpia; y algún otro más que estaba, pero que no vi.
Mucha aglomeración de gente en la salida. Según el listado que ha facilitado la organización éramos más de 1550 corredores (1700 inscritos, no se alcanzó el límite de 2000). Vale, que 1500 no son muchos… si sales de la Castellana en Madrid. Pero en una salida en Alcalá, embocada hacia la calle Mayor que no es precisamente la Gran Víal, créanme, 1500 personas provocan un embotellamiento importante. Yo tardé en atravesar el arco de salida más de minuto y medio desde el disparo. Y durante el primer kilómetro mantener el ritmo que quería me fue imposible. Pero es Alcalá, y es la San Silvestre y qué necesidad hay de ver lo negativo en todo.
El circuito es llano como la palma de la mano y se presta a correr rápido, tan sólo teniendo cuidado con los tramos de empedrado del centro histórico. Hubo un avituallamiento de agua en el kilómetro 5 y recuerdo también ver muchos coches parados porque por calles anchas solíamos correr por uno de los sentidos de circulación y teníamos a los coches atascados en el otro sentido. Pero los conductores respetuosos en general, alguno con cara de circunstancia y alguno/a un poco más alterado, pero bien. Con respecto a los puntos kilométricos estaban bien señalizados (aunque alguno no lo llegué a ver) y lo único el kilómetro final que estaba muy, muy alargado.
En meta agua, isotónico, un bollito y pa’casa. Agua en meta es bien (apúntate eso, Canillejas).
Mi carrera fue prácticamente idéntica a la del Trofeo José Cano, 47:46 de tiempo neto, unos 30 segundos peor (porque era más larga), pero algo mejor de ritmo real según mi reloj (4:39 frente a 4:42). Y la sensación final de no acabar tan machacado debido a la ausencia de cuestas. Tan bien acabé que al día siguiente me fui a hacer 17 kilómetros al Monte de los Cerros.
Después de cinco años (pandemia de por medio) he vuelto a correr en casa, en la carrera de mi barrio, la que más veces me ha visto en su línea de salida (11 participaciones desde 2001, si no llevo mal la cuenta). Tiempo suficiente para comprobar si algo ha cambiado o todo continúa tal y como lo dejé en 2017.
A grandes rasgos, todo sigue igual. El circuito es el mismo, el precio es el mismo (13 euros, aunque los gastos de gestión han bajado a 0,60 euros), los kilómetros siguen igual de bien marcados, la bolsa del corredor es prácticamente idéntica y la falta de agua en meta también. La camiseta me ha gustado más, eso sí. De hecho, mucha gente compite con ella puesta.
La participación compruebo que sigue bajando. En mi última participación entramos en meta 2384 corredores y en esta edición el número de finishers según sportmaniacs.com es de tan solo 1452 atletas. Eso son 900 personas menos en cinco años. Imagino que algo tendrá que ver el pinchazo de la burbuja del running que tanto se comenta. El caso es que en la salida se notaba la menor participación: había hueco suficiente para todos y se podía llevar un buen ritmo desde el inicio, sin las apreturas de hace años. Me alegro por mí, que no me gusta sentirme atrapado en una marea humana, pero no tanto por los organizadores.
Quizá este descenso continuo de participación sea la causa de que este año también se haya celebrado un 5K, aunque apenas ha atraído a 250 corredores. De todas maneras, queda claro que no es por un afán de conseguir una foto de la salida con más gente a toda costa que el organizador vaya buscando, porque si no no se entendaría que esos 250 participantes salieran 40 minutos antes del 10K y desde el kilómetro 5, no desde la salida.
Por mi parte espero y deseo que la carrera popular de Canillejas nos dure muchos años a los sanblaseños (aunque diga La Razón que somos sanblasinos) y canillejeros porque es una carrera de larga tradición, muy bonita, con la dificultad que entraña su paso por el parque de Arcentales, que hay que saber gestionar y que es parte de su encanto, y con tres kilómetros finales que son una auténtica locura (fantasía, dicen ahora… en plan), picando siempre para abajo, en los que se puede meter una, dos y hasta tres marchas más.
El día nos acompañó con un sol radiante y mi carrera fue prácticamente idéntica a la de 2017 (47:25 de tiempo oficial frente a 47:30 de hace cinco años). Podía haberme esforzado más, pero los gemelos me avisaron en los últimos kilómetros para que no hiciera tonterías y hay que oír al cuerpo. Aun así, estar corriendo durante 10.000 metros por debajo de 4:45, con más de 73 kilos y midiendo lo mismo que Leo Messi (pero con 18 años más que él), me ha sabido a gloria.
Tercer trail en lo que va de año. Va a ser verdad lo que dicen, que los corredores mayores nos pasamos al trail. Cuando la lucha por bajar marcas no es tan importante, o carece ya de sentido, así dejamos el asfalto a los jóvenes y buscamos nuevos retos. Y el trail está ahí para nosotros, los viejos asfalteros. También para el que es joven y quiere competir y ganar, por supuesto, pero no es mi caso.
Mis dos primeros trails de este año fueron lo que llaman “cortos”: uno de casi 11 kms y el otro de casi 13 kms. Y me sirvieron para darme cuenta de que me gustaba eso de correr por el campo con un dorsal en el pecho, pero echaba de menos una “puntita” de sufrimiento, así somos los viejos maratonianos. Pensé que con distancias mayores el reto sería acabarlas. Y este verano en La Palma, disfrutando de sus senderos y conociendo que son el escenario de la Transvulcania, sentí mucha envidia.
Así es como aparece el IV Trail La Raya de Alcañices (Zamora), una carrera de más de 26 kms y 900 metros de desnivel positivo acumulado. 26K es una distancia considerable ya en asfalto, así que sumándole además el desnivel, tenía pinta de que para terminarla, iba a necesitar algo más que ganas de correr.
Aprovechando que Zamora es mi segunda ciudad, me inscribí en cuanto abrieron el plazo para hacerlo. Hice bien porque se agotaron todas las plazas en dos semanas (150 en ruta larga y 250 en la corta). También había una prueba no competitiva de senderistas con unos 50 participantes.
Mi preparación específica para el trail han sido tres subidas a los cerros que rodean Alcalá de Henares: una de 16K en septiembre, y dos en octubre: una de 15K y otra de 16K; y entre las tres no sumaban los 900 metros de desnivel acumulado que tendría el Trail La Raya. Pero a toro pasado creo que sirvieron.
El viernes subimos a Zamora y recogimos el dorsal en la ciudad (punto para la organización). El sábado amanece feo y llueve de forma intermitente. Cuentan que en Alcañices aún llovió más intensamente. Frío no hace y las previsiones no dan lluvia para el día de la carrera. En cualquier caso, no dudo de que voy a correr, no he hecho 300 kilómetros para quedarme en casa por un poco de agua. En redes sociales, la organización cuelga el track actualizado de la carrera, lo descargo y lo mando al Watch. La suerte está echada.
El domingo nos desplazamos a Alcañices, en la comarca de Aliste, de la que es originario mi padre. Tienen abierta la estación de autobuses para que aparquemos, lo sé porque nos han mandado un correo de Smartchip con toda la información útil de última hora, incluso que cambian la hora (otro punto para la organización). Cerca de allí está el pabellón municipal en el que nos podremos duchar después de la prueba, se entregarán los trofeos y se invitará a comer un potaje de garbanzos (de Fuentesaúco) a todos los participantes.
La mañana es gris, con algo de niebla, pero no hace frío. Yo voy a correr en manga corta, aunque debajo me pondré una térmica finita, también de manga corta, por lo que pudiera pasar y porque me embute los michelines y así no me molestan demasiado al correr.
Mi mujer, su tía y yo caminamos hacia la plaza de Alcañices, ellas participarán en la prueba de senderistas. Todo está preparado, la alfombrilla y los arcos de meta en su sitio. La megafonía nos indica dónde se dará la salida. Control de firmas. Me entra un poco de miedo, a lo mejor he ido de sobrado apuntándome al trail largo, con lo fácil que hubiera sido hacer el corto. Da igual, no puedo hacer nada ya más que esperar la salida. La nuestra se da a las 9:30, a las 9:45 salen los del corto y a las 10 los senderistas. Me gusta que sea así. Cada distancia tiene su protagonismo.
Salimos con los acordes de un mix de “Whiskey in the Jar”, versionado por Metallica. A los 300 metros, primera subida en fila india y tapón. Yo voy de los últimos, así que ya sé lo que me espera: tratar de que los del corto no me pillen antes de que nuestros recorridos se separen. Esto no es más que una intención, porque luego el terreno es como es y lo de correr se antoja complicado. Aparte de que voy con la mosca detrás de la oreja por lo que he visto y leído sobre el paso del cortafuegos, que no sé dónde está y no quiero llegar a él sin fuerzas.
Llego a la primera subida dura con el objetivo cumplido: no me pillaron. Pero, madre mía. Hay que subir a lo alto de un monte que separa España y Portugal pero por la vía rápida: campo a través y en línea recta. 500 metros de cuesta en la que hay que intentar no echarse mucho para atrás so pena de acabar rodando ladera abajo y vuelta a empezar. Arriba esperaba el avituallamiento del K8,5: un poco de agua y a seguir.
El tramo que sigue por el lomo del monte es espectacular. El día está abriendo y se ven retazos de un cielo de color azul intenso junto a nubes echas jirones enganchadas a las copas de los árboles. Hago fotos, estoy feliz. Sigo corriendo. De un lateral aparecen muchos corredores. Son los de la carrera corta, que vuelven a compartir trazado con nosotros. Yo voy por el km 10 y ellos por el 7, tienen ya la mitad de la carrera hecha.
Un kilómetro más adelante llega la imagen de la carrera, el imponente cortafuegos, lleno de puntitos de colores (corredores), que se perfila sobre las copas de unos árboles de un color amarillo intenso. Y bajo esos árboles corre el río Angueira, que hay que vadear. Es decir, meterse en él hasta la rodilla, sortear un tronco de árbol caído en la corriente (o puesto allí adrede), y ayudarse de una cuerda para llegar al otro lado. Al menos el agua no estaba muy fría. Fue divertido.
El cortafuegos no tanto. 1km de subida muy dura y otro medio kilómetro más de regalo que aunque seguía picando para arriba era ya corrible. El altímetro del Watch se vuelve loco y me marca unos desniveles de escándalo.
Del cortafuegos al pinar, y es en ese momento en el que piensas: madre mía, si es que todavía me queda la mitad. El pinar está plantado en terrazas y como no vamos bajando por la pista, sino por senderos entre los pinos, tenemos que ir saltando de terraza en terraza: un salto, dos zancadas, un salto, dos zancadas… Llevo los cuádriceps pa’chopped.
Cuando llegamos abajo nos separan del trail corto y empezamos a zigzaguear por un sendero pegado al arroyo Violares. El cuerpo siempre se va inclinando hacia el lado del arroyo, todo el rato tratando de vencer la resistencia en un terreno completamente embarrado, empiezo a estar solo en el recorrido y me encuentro cansado. A pesar de lo bien que van las Wildhorse, no puedo evitar que en un descuido se me vaya el tobillo y me lo tuerza un poco. Me duele algo al trotar, pero puedo seguir. Poco a poco parece que la arboleda se abre y me mantengo al lado de unos cuantos corredores. El pinar de Bruñosinos por fin se acaba, y en el km 18, tras cruzar la carretera que une Alcañices con Vimioso (Portugal), llego al segundo avituallamiento.
Bebo dos vasos de agua, como un trozo de plátano, un cuadrado de nocilla y unas chuches mientras echo una ojeada al cortafuegos que me espera nada más salir. Otro kilómetro más de subida dura, con el sol ya pegando a la espalda después de más de dos horas de carrera. Cuando giramos a la derecha y empezamos a descender, no siento las piernas, simplemente voy tras la estela de un corredor que llevo delante, le sigo por inercia. El terreno es una pista forestal muy corrible y tras adelanta a este corredor, voy solo, los corredores de cabeza deben estar ya todos en meta. Un voluntario me saca de mi abstracción y me dice que salga de la pista forestal y que atraviese otro pinar, pequeño, pero campo a través hasta que salga a un camino. Obedezco como un zombie. Ya me da igual todo. Me deben quedar como 6 kilómetros, calculo.
El sendero sube y baja, atraviesa fincas, pequeños roquedales, a veces caminos, otras veces pedregales. Hay mucha vegetación, es todo muy bonito, pero muy cansado. Se intuye que ya vamos camino de Alcañices, rumbo a la meta, pero el responsable del trazado no nos lo ha querido poner nada fácil para que disfrutemos la última parte.
Llego a un arroyo. Todo está embarrado y pego un rodeo, pero por allí el agua está más embalsada. Al otro lado hay un 4×4 con un paisano dentro con la ventanilla bajada. Veo que unas piedras sobresalen del agua y voy hacia ellas. El fulano masculla algo que no entiendo. Me acerco a las piedras y trato de subirme a ellas, pero resbalan y si trato de cruzar el arroyo por ellas seguro que me romperé la crisma. Ya tengo al fulano más cerca y le miro. Sin dirigirme la mirada, y tan sólo moviendo el brazo que sale por la ventanilla, le oigo mascullar de nuevo: “vais millor po’l agua”. Maldita sea, pues no lo podría haber dicho antes… o lo mismo lo dijo y no le entendí. Pie al fondo del agua y en tres zancadas ya estaba corriendo por el otro lado. Menos mal que, como dije, el agua no estaba muy fría.
El trazado nos lleva por la ribera de un arroyo, se ve que está acondicionado como senda. Sigo solo. Pasamos de uno a otro lado por algunos pequeños puentes hasta que al final llegamos a donde otros voluntarios nos dicen que hay que volver a cruzar el río por el agua. Aquí no pierdo tiempo, total, las zapatillas no han tenido tiempo de secarse.
Al otro lado me encuentro un cartel que pone “Cuesta Cochinos”, parece que alguien ha bautizado la senda y no podía tener mejor nombre. Un camino pestoso, embarrado, en el que hay que tirar para arriba sacando fuerzas donde ya no hay.
Pasado ese tramo Alcañices se puede oler, sin embargo, todavía hay que sufrir subiendo por otra pared más de roca hasta alcanzar un nuevo sendero que transita por lo alto. Y entonces sí, dos voluntarios avisan de que queda un kilómetro. Llego a Alcañices, bajo a la calle de la Atalaya y desde allí a meta por la Av. De Castilla y León. Alfombrilla de meta, speaker que grita tu nombre, tu mujer te hace el vídeo y ¡finisher! Con medalla y bolsa del corredor.
Qué alegría. 3 horas 40 minutos de carrera para 27 kilómetros. ¡He terminado maratones en menos tiempo!
Me pego un poco al avituallamiento postmeta para reponer líquidos y después hago uso de las duchas del pabellón.
Nos quedamos a la entrega de trofeos y a la comida: potaje, pan, cerveza, agua, yogur. Un lujo.
Qué bien nos ha tratado Alcañices. Qué bonito es Aliste. Qué bien organizada la carrera por el Club La Raya Trail Alcañices.
De vuelta a Zamora paramos en Ricobayo a tomar café.
Decidimos que hay que volver. Total, hay margen de mejora.
Segunda prueba de trail del año. Parece que le he tomado cariño al trail cuando no me había preocupado lo más mínimo por esta modalidad desde el año en que empecé a correr, allá por 1999. En esta ocasión elegí el Zangarun de Ricobayo, también aprovechando un nuevo desplazamiento a Zamora. La prueba constaba de dos etapas: una de 14K el sábado por la tarde en Villaflor y la segunda de 13K el domingo por la mañana en Ricobayo. Como no iba a poder hacer las dos, elegí la del domingo, que era a las 11 y no hacía falta ni madrugar.
El sábado salí a trotar un poco y me dio un pinchazo en el gemelo de la pierna izquierda. Así que hice escasamente 5K y para casa. Estaba fastidiado, pero me hice un auto masaje con bálsamo del tigre y me bajé al Decathlon a comprarme una pantorrillera de compresión. La molestia seguía, pero al menos no había dolor, así que el sábado estaba en la línea de salida.
El ambiente del Zangarun, en comparación con el de Pereruela, era más… pro, como dicen ahora. Gente con más “pintas” de corredores, aunque muchos seguro que coincidimos en las dos. Como no se pudo recoger el dorsal en Zamora los días anteriores llegúe con tiempo porque ya sabía yo que me tocaría ir de un lado para otro a buscarlo. Efectivamente, la salida se daba en la zona de la playa del embalse, donde también estaba el aparcamiento, y la nave donde daban el dorsal, estaba subiendo hacia el pueblo, así que me sirvió de calentamiento. Sí, vale que serían 400 metros o así, pero en cuesta.
Control de material obligatorio en salida (pedían un recipiente para el agua, y aun así alguno que otro no traía nada) y a esperar el pistoletazo. Como la vez anterior, me había bajado el track al reloj porque me da pavor, en el peor de los casos, perderme por el campo. Aunque la carrera estaba, todo hay que decirlo, perfectamente señalizada por MounTime, marca del Club Deportivo Ultra Sanabria).
Sabía que el recorrido era muy rompepiernas, con un desnivel positivo de 393 m para los 13K (según mi reloj), por los 320 de Pereruela en 11 kilómetros. Pero en el caso de Ricobayo el perfil era más tipo «dientes de sierra» con subidas cortas, pero con bastante inclinación, en las que los no somos Killian Jornet teníamos que subirlas andando. Por el contrario, en Pereruela, los tramos de subida (salvo uno) eran bastante más largos y más corribles. Por todo ello, la sensación de cansancio fue mayor.
Como me dolía el gemelo salí al trantrán con mi pantorrillera puesta, a cola de pelotón, para no molestar. Ir súper lento no impidió que nos reagrupáramos todos en el tapón de la primera subida gorda, cuando no llevábamos ni un kilómetro. Pero a partir del kilómetro 1,5 se podía correr bastante bien, y aunque no dejaba de sentir dolorido el gemelo iba poco a poco adelantando unidades. Normalmente me pegaba a un grupo un rato y si veía que el ritmo era un poco lento para mis fuerzas, les rebasaba y salía en busca de algún otro grupo más adelante. Poco antes de llegar al primer avituallamiento, que pasé de largo como casi todos (esta vez no había ni jamón, ni hornazo, ni chorizo, ni nada de eso: líquidos y fruta), pasé a un corredor que iba con un niño de poco más de 11 o 12 años pero que corría mejor que muchos adultos. Me pareció bonito, a pesar del riesgo de caídas que hay en este tipo de pruebas.
En otro orden de cosas, la lluvia de la tarde anterior había bajado mucho la temperatura y eso nos benefició porque de haber hecho calor aquello podía haber sido una tortura. Sin embargo, el campo estaba hermoso, las jaras en flor nos acompañaron todo el recorrido y hubo momentos en el que el paisaje era apabullante: encinas, alcornoques, todo el repertorio del sotobosque mediterráneo. ¡Qué diferencia con lo que acostumbramos a ver los asfalteros!
Pasamos un roquedal en el kilómetro 7, el punto más alto de la carrera, con unas vistas espectaculares y ahí me uní a una grupeta muy maja que iba tirando fuerte, llegando a ver en el reloj ritmos de 4:20-4:30. Estaba cansado, tanto que notaba más el cansancio que el dolor en el gemelo, pero les seguí el ritmo hasta el km 9 en el que paré en el avituallamiento a beber agua y comer medio plátano. De ahí al final todavía quedaban un par de buenas cuestarracas y me lo tomé con filosofía. Al fin y al cabo, había tropezado ya cuatro veces (la última con crujidito del tobillo incluido), estábamos de vuelta al punto de partida y tenía la certeza de que iba a poder finalizar la carrera sin terminar cojo.
Eso sí, la organización nos reservó la sorpresa final de los últimos 300 metros en los que nos hizo correr por la ladera seca del pantano, sobre arena y piedras sueltas con una inclinación lateral de 30 o 40 grados y unos últimos 50 metros subiendo las escaleras que dan acceso a un pantalán. Unos cachondos, los organizadores.
Pero bueno, allí estaba la meta, se acababa todo sufrimiento, la familia me estaba esperando (y eso no ocurre siempre), el cortador de jamón también, y encima nos surtieron bien de agua, bebida isotónica, cerveza, frutos secos, fruta y hasta gominolas (que compartí con mi hijo haciendo algún que otro viaje clandestino a por algún puñadito más). La verdad es que había de sobra porque tampoco éramos miles de corredores.
En total corrimos unas 150 personas, y en mi categoría (individual etapa Ricobayo) acabé el 51 de 76 con un tiempo oficial 1:29:26, que para 13 kilómetros me da una media de 6:55 minutos el kilómetro. No está mal para un veterano B cojo.
Y como colofón a una preciosa carrera nos fuimos a reponer fuerzas en Miranda do Douro a degustar un delicioso bacalao al estilo portugués.
En mis dos últimas entradas he estado haciendo hincapié en la ilusión que me hacía correr un trail, así que visto el título de esta crónica a nadie sorprenderá que, por fin, lo haya corrido… e incluso alguno se alegrará porque así dejaré un poco de dar la vara.
Antes de ir al lío, lo que sí quiero comentar es que es una pena que hayamos dejado de escribir de carreras en nuestros blogs (cuando no directamente de escribir). Son (o eran) una fuente de información muy valiosa para la gente interesada en tal o cual prueba. A través de las vivencias de otros, podías hacerte una idea de cómo era esa competición y si te interesaba ir a correrla o no. Buscando crónicas recientes sobre trails pequeños para empezar, me ha costado mucho encontrar algo, aparte de blogs traileros enfocados a pruebas mucho más importantes que el pequeño trail que he corrido en Pereruela de Sayago y en el que he tenido la suerte de debutar.
A falta de información de otras pruebas, me decidí por el «Desafío del Barro» por varias razones: la primera, que iba a estar en Zamora durante la Semana Santa y Pereruela está muy cerquita; la segunda, que tenía una distancia corta ideal para un novato como yo; y la tercera, que me pareció tremendamente barato pagar 10 euros por un trail con comida, sorteos y camiseta incluidos, eso no se ve por las pruebas que anduve mirando en Madrid.
Una vez tomada la decisión, el proceso de inscripción fue fácil a través de la página web y la recogida de dorsales anticipada en el Decathlon de Zamora también me pareció tremendamente útil para no madrugar demasiado el día de la prueba. Un diez para la organización. La única pega que puedo ponerles es que no pusieran el recorrido en la web y tuviera que adivinar el último día, a través de comentarios, que estaba disponible en Wikiloc. Esto, señores, hay que ponerlo más fácil, para que los que quieran puedan descargarse esos datos a los relojes y seguir la ruta desde el gps.
Al hilo de esto, me encantó el comportamiento de la app WorkOutDoors para el Apple Watch: no tuve problema para subir el recorrido al Watch y el comportamiento en carrera, espectacular. No da preaviso de giro (o yo no lo sé poner), pero funcionó como la seda la navegación por mapa. Ciertamente no echo de menos el Polar, para nada. El Watch es súper preciso para mi gusto y el sensor de pulso óptico es de lo mejorcito que he probado. Vale, sí, hay que cargarlo todos los días, igual que el móvil. Te acostumbras.
Pasando a la prueba en sí, me presenté en Pereruela, el pueblo de los hornos, unos 15 minutos antes de la hora de salida, las 10. Un chico del pueblo, participante también, me vio un poco perdido entre las callejuelas y me acompañó hasta la plaza de donde salía la prueba (un 10 para la gente de Pereruela). Como me daba tiempo, me puse a curiosear un poco por los alrededores. Seríamos ciento y poco entre la gente del trail largo y del corto. Muchas Nike trail, muchas Asics trail, alguna Joma trail y también gente con zapatillas de asfalto (y hasta de no asfalto porque juraría que uno llevaba unas Nike Air Max). Pero vamos, si llegas a la salida de un trail y ves zapas de asfalto intuyes que la dificultad va a ser asumible (el reglamento indicaba unos 300 m de desnivel acumulado en 11 km).
La salida la dio el alcalde, como debe ser en cualquier pueblo que se precie, y enseguida enfilamos una senda a la salida del pueblo por la parte norte, hacia el río. Debo decir que correr en pelotón, en un terreno que no es asfalto, es complicado porque tienes poco tiempo para que tu cerebro reconozca la parte del terreno en la que vas a querer aterrizar tu pisada porque tu perspectiva no va más allá del talón de los que van delante. No vi a nadie caerse, pero toda precaución me pareció poca. Era una pena tener que mantener esa concentración porque el entorno era muy bonito y a pesar del fresco de la mañana, o precisamente por eso, el olor era intensísimo a hierbas aromáticas, como en un plato de pasta italiano: el orégano, el tomillo, aromas todos que transportaban a sitios buenos.
Dejé de olerlo pronto, no sé si por saturación de la pituitaria o porque empezamos a sufrir subiendo la primera tachuela del terreno en torno al km 2,5: la ascensión a un depósito de agua en la cumbre de una pequeña colina.
Me sorprendió la cantidad de gente que se puso a andar. Lo tomé como un aviso de lo que quedaba por venir, así que imité a mis compañeros y yo también hice lo mismo por lo que pudiera pasar. Sabía por el track que íbamos hacia el Duero, que por allí bajaríamos, y que esa bajada habría que volverla a subir. El arribe por Pereruela no es demasiado profundo, pero aun así, siendo yo nuevo en esto no quería correr riesgos.
Una vez dejamos atrás el depósito, el recorrido se puso muy corrible y aproveché para adelantar unas posiciones y hacerme un hueco, para correr holgado.
Y juro que lo habría conseguido de no haber existido el avituallamiento del kilómetro 5. Aquello fue una cosa de locos. Lo que menos me esperaba era encontrarme a las 10:30 de la mañana, en medio del campo, una mesa atendida por dos voluntarias con sandía, naranja, plátanos, agua, fanta, cocacola, hornazo, tortilla de patatas, jamón, queso, chorizo, salchichón…
Os juro que casi me da un síncope. Lo malo es que no tenía hambre, así que tomé un poco de agua, medio plátano y un trocito de hornazo para llevar mordisqueándolo en la bajada hacia el Duero y marché. Allí se quedó apalancado algún que otro compañero que animaba encima a los demás a abandonar la prueba y quedarse allí degustando el sabroso producto local. Me hubiera gustado quedarme, la verdad, pero habíamos venido a correr y con el trozo de hornazo medio atragantado continué con la carrera. Eso sí, como me habían pasado ya unos cuantos en la pausa, holgado, corría.
El terreno se puso feo de veras en la cuesta abajo, la senda apenas se veía, entre la maleza y el suelo removido por los que me habían precedido. Menos mal que no había llovido en varios días porque aquello podría haber sido un lodazal. Tuve un par de sustos por no saber dónde ibas a acabar pisando, pero las zapas (unas Nike Wildhorse 3) se portaron como jabatas a pesar de ser que tienen ya un tiempo (creo que las WH van ya por la versión 7, pero las mías tienen 500 km y cuerda para rato).
Y después de la bajada, la puñetera subida. Por suerte llevaba la gorra y los goterones de sudor caían por los lados. Allí se pusieron los fotógrafos de la prueba para, en vez de sacarnos guapos, sacarnos sufriendo como perretes… hasta con un dron nos grabaron.
Como podéis imaginar estaba disfrutando como un gorrino.
Llegados al kilometro 6 el trazado se normalizó. Un cartel indicaba el trail corto a la izquierda y el largo a la derecha, así que pensé que lo gordo había pasado y lo que me quedaba era la vuelta, que poco más o menos sería de dura como lo había sido la ida. A pesar de que el recorrido estaba muy bien señalizado, un grupo con el que coincidí se había despistado. Eran tres y aparecieron por una senda a mi derecha, me preguntaron cuanta distancia llevaba yo en el reloj y resultó que ellos llevaban un kilómetro de más. Una pena. Se veía que eran de un club porque todos vestían igual, iban muy finos, sobre todo la chica, que enseguida tiró para adelante sin esperar a sus compañeros y al final me enteré de que quedó tercera, a dos minutos de la ganadora. Vamos, que de no haberse perdido habría ganado de largo.
Los últimos kilómetros no tuvieron mucho misterio, se corrían por pistas forestales grandes, rectas, con poco desnivel y muy disfrutonas.
Al final me salieron por el reloj 10,70 kms, 300 m de desnivel y un tiempo de 1:09:58, cuatro segundos más que el tiempo oficial, y puesto 32 de 74 (28 de 45 en categoría masculina).
En meta nos dieron una botella de agua y una magdalena o un sobao, a elegir (aquí te ceban), y por obligaciones familiares me marché sin quedarme a la entrega de trofeos ni al almuerzo de dos y pingada (plato típico de la Semana Santa Zamorana) al que invitaban a todos los participantes. Una carrera de 10, una organización volcada con el corredor y que particularmente a mí me ha hecho sentir cuidado. Ha sido un placer correr en Sayago y debutar en trail. Solo me queda desearles que sean muchas ediciones más y decir que espero poder volver a correr en Pereruela… pero la próxima vez en el trail largo, que el corto me ha sabido a poco.
Han pasado siete años desde que corrí esta prueba por última vez. He releído un poco la crónica que escribí en aquella ocasión y, a pesar de haberla acabado tres minutos más lento, lo que dejé escrito en aquel entonces lo puedo suscribir hoy: muy satisfecho a nivel personal y muy contento con la organización de la carrera.
Esta edición ha supuesto el retorno de la Media Maratón Cervantina tras la pandemia. Si no estoy equivocado ha sido la edición número diez, tras la anulación de la carrera en 2020 (por motivos obvios) y 2021 (por la situación sanitaria y ausencia de vacunas). El caso es que se ha notado mucho, tengo la sensación, en cuanto a participación puesto que de entrada yo, que me suelo colocar al final del grupo en la salida, no tardé en llegar al arco de salida tanto como en ediciones anteriores y tampoco noté el típico tapón de otros años cuando el circuito se estrecha en el kilómetro 1. Repasando las clasificaciones en casa compruebo que el número total de finishers ha sido de 651 por lo que no creo que ni siquiera se hayan cubierto las mil plazas que suelen ofertarse todos los años.
En lo personal, carrera disputada de menos a más, de esas que hacen que vuelvas a casa con una sonrisa; y un día magnífico para correr después de una noche en la que había estado diluviando y que parecía anticipar una media maratón pasada por agua.
Pinceladas:
Que la carrera popular de 5K se celebre después de la media me sigue pareciendo un acierto.
La medalla finisher de madera quizá no es necesaria, pero es un recuerdo.
La bolsa del corredor más que correcta.
El precio sigue contenido (18 euros) para lo que se ve por ahí.
Colofón:
29ª participación en una media maratón… 25º mejor tiempo (1:48:50 – 1:48:03 neto).
Cada año, peor. Ya sé que suena pesimista, pero es así. Si el año pasado, con confinamientos, hice 1033 kilómetros, este año sólo he corrido 941, según mis registros de Smashrun. Y eso que se suponía que durante un tiempo iba a estar entrenando para un maratón de Oporto que, en el fondo, no me terminé de creer. De hecho a principios de septiembre, fui a correr una media maratón como test con el peso más alto de todo el año. Por supuesto acabé lesionado y, para colmo acabaron poniéndome un examen el mismo día del maratón, así que descarté Oporto sin dudarlo.
De todo aquello que escribí en la entrada dedicada a 2020, se cumplió el pronóstico de aplazamiento de la Media Maratón de Zamora, que finalmente corrimos en septiembre. Fue un acierto, en el sentido no ya tanto de salud pública, que también, sino desde un punto de vista personal porque yo me manejo mejor con el calor, y la verdad que correr en Zamora a finales del invierno, es muchas veces un auténtico sufrimiento para alguien tan friolero como soy yo.
De Oporto creo que ya he hablado, y me queda comentar que estrené nueva carrera, la de Navidad Jarama María de Villota y que fue muy divertida y un bonito colofón de un año en el que acabé finalmente contagiado de COVID-19, con gripazo y confinado. Confinamiento que dura en el momento de escribir esta página.
En el lado positivo está que este año al menos competí dos veces, por cero en 2020. Aunque las marcas no sean para tirar cohetes: una media maratón rozando las dos horas y un 10K en casi 50 minutos.
Del año que viene no espero nada. No sé si tengo ya la cabeza para maratones: me roban mucho tiempo y necesitan un extra de motivación que yo ahora no tengo. Y carreras más cortas, en principio sí, pero las que surjan. Creo que ha llegado el momento de no planificar. De hacer como con la carrera del Jarama, decidir correrla con una o dos semanas de antelación.
De lo que sí estoy seguro es de que quiero seguir corriendo, quiero hacer deporte al aire libre y quiero sentirme bien.
¿Una prueba corta de trail? Sinceramente es lo que más ilusión me haría. Me voy a poner a trabajar en ello. 😉
He corrido por muchos sitios en Madrid, desde MercaMadrid a la Casa de Campo pasando por Canillejas, la Castellana, el Juan Carlos I, el Parque Lineal del Manzanares o Moratalaz. Hay pocas carreras ya que me que me sirvan para descubrir sitios nuevos, quizá aquella que se hacía en el hipódromo de la Zarzuela y, ésta «Jarama María de Villota» que por fin he corrido este año y que tenía en mi punto de mira desde que se llamaba «San Silvestre del Jarama» y se corría el 31 de diciembre.
Nunca había estado antes en el Jarama. Sabía dónde estaba por haber pasado por delante mil veces al salir o entrar de Madrid por la A1. Pero ha sido una sorpresa descubrir que el único acceso al circuito (entrada y salida) se hace a través de una urbanización con su garita de vigilancia y todo. Imagino que en eventos mucho más multitudinarios aquello debe ser una locura que no debe ser buena ni para el circuito ni para los vecinos. Aunque tiene toda la pinta, por el aspecto de las casas, que el circuito llevaba allí bastante tiempo antes que la urbanización.
En cualquier caso, el Jarama es el mítico circuito de carreras de mi ciudad y yo quería correr ahí. Además me gustó el protocolo anti-Covid: mascarilla obligatoria, toma de temperatura antes de entrar a la pista y cinco tandas separadas de salida en función del color del dorsal. No habría tiempo desde el disparo, sólo tiempos netos contabilizados por la alfombrilla. Por el carácter benéfico de la carrera no me importó que no dieran camiseta conmemorativa (sí dieron medalla finisher), y el detalle de aportar un litro de leche o un euro al recoger el dorsal, para otra causa, es muy buena idea. Ojalá nunca nadie se aproveche de estas cosas porque es muy importante seguir creyendo en que una pequeña aportación de muchos puede hacer grandes cosas.
De lo que es la carrera no me voy a extender. Mi único objetivo era no subir de 50 minutos y al final hice 48:47, (24:27 en la primera vuelta y 24:20 en la segunda). La lluvia nos respetó (había estado lloviendo por la noche) y el circuito me encantó: muy llano al principio, hasta que se llega a la rampa de Pegaso, de la que no puedo decir más que se me atragantó, sobre todo al paso de la segunda vuelta. La otra rampa, la que lleva a la curva Monza, es mucho más corta y se gestiona mejor. Y desde ahí todo cuesta abajo hasta meta, así que entras en meta como un fórmula 1 🙂
Carrera muy divertida. Mucha gente con adornos navideños. Poco masificada. Bastantes chiquillos corriendo (podían correr 5K niños con 12 años cumplidos) y también algunos grupos de andarines. Aparcamiento sin problemas en el propio circuito. Buena opción para pre-celebrar la Nochebuena.
Y como no tengo SanSilvestres previstas, con esta carrera despido el año.