La Acebeda o los orígenes del trail

Pues sí, llevo más de quince años participando en carreras populares y nunca, nunca, nunca, he corrido un trail o, para el caso, una prueba de montaña. Jamás. Ni siquiera en estos últimos años en los que tan de moda se ha puesto esto del correr y donde las carreras se han reproducido como las setas. Algo a lo que el mundo del trail tampoco ha sido ajeno.

Tampoco es que tenga nada en contra de correr por la montaña. Todo lo que sea hacer deporte (sin hacer el idiota) me parece saludable y muy recomendable, pero las querencias son las que son y a mí lo que me tira es el asfalto. Me explico. Yo tendría como 11 años y por aquel entonces solía pasar parte de los veranos en un pueblo de la sierra pobre de Madrid llamado La Acebeda. Era un pueblo muy chiquitito, conectado a la Nacional I por una carretera comarcal de 4 o 5 kilómetros en los que no hacías más que serpentear hacia arriba entre los montes hasta llegar al núcleo urbano (por llamarlo de alguna forma), que quedaba a medio camino entre la nacional (abajo) y la cresta de la sierra que daba a Segovia (arriba). De hecho la calle principal del pueblo se llamaba calle del Puerto, así que uno puede imaginarse la orografía del lugar.

Apeadero de La Acebeda
Viejo apeadero de La Acebeda (fuente: El Intercambiador)

En cualquier caso, yo me lo pasaba muy bien allí: bajábamos al apeadero del tren a poner pesetas en los raíles para que nos las aplastara el Talgo Madrid-Irún, robábamos pinzas de la ropa al anochecer, jugábamos al futbolín en Cá’ la Paca, buscábamos tesoros en los Chorrillos, donde la gente del pueblo se deshacía de sus viejos enseres. En definitiva, éramos unos críos que tratábamos de entretenernos en un entorno en el que no había muchas distracciones, vamos, que si queríamos ver la tele teníamos que ir a alguno de los dos bares del pueblo.

Y un día se nos ocurrió la idea. Fernando, David y yo íbamos a salir a correr por la mañana al día siguiente: a «hacer footing». Entonces se decía «hacer footing». Yo ya tenía algo de experiencia, como niño karateca, porque Fausto, mi sensei, nos hacía correr en la calle de vez en cuando. Y también había quedado en el barrio con los gemelos del tercero el día que su hermano mayor nos llevó en metro al Retiro para correr por allí y luego nos invitó a chocolate y bollos en un bar. Es decir, yo tenía el know how (que se dice ahora) y los otros dos se fiaron de mí cuando les dije que aquello no sólo no era muy cansado, sino que que era hasta divertido.

Al día siguiente, a las 8 de la mañana quedamos en la puerta de la casa de David, vestidos con un rocky, unas Yumas y una camiseta blanca de algodón de la «Asociación Cultural, Deportiva y Recreativa La Acebeda» que nos habían comprado nuestros padres. Como hacía fresquete a esa hora tiramos hacia arriba, en dirección al puerto y un poco deprisa para entrar en calor. Esa ruta la habríamos hecho mil veces ya en nuestras expediciones exploradoras del entorno, siempre andando y con un palo no nos fuera a salir una culebra. Pero era la primera vez que la hacíamos corriendo.

A los cinco minutos, no habríamos llegado ni al segundo depósito de agua, ya andábamos con la lengua fuera. David porque era un niño gordito, con gafitas, del barrio de Begoña: «entre el Piramidón y La Paz«; decía. Como la primera vez que lo dijo le pusimos cara rara nos tuvo que explicar que al Hospital Ramón y Cajal le llamaban en Piramidón porque esa fue la medicina que inventó Ramón y Cajal. ¿Que por qué un niño de 10 años no sólo sabe quién era Ramón y Cajal, sino lo que inventó? Es uno de los grandes enigmas de la vida. Pero está claro que si sabes esas cosas no vas a ser el mejor de la clase en educación física. Y David no lo era. Fernando tampoco es que fuera un dechado de virtudes atléticas, y menos habiendo sido operado de las piernas en la más tierna infancia. Y yo, que era el «deportista», mantuve la compostura por hacerme el duro un poquito, pero vamos que tampoco puse muchas pegas a hacer una primera pausa una vez que confirmé que el resto de la cuadrilla no tiraba más.

Paramos cinco o diez minutos sobre unas piedras al lado del sendero donde crecían los helechos. Estábamos jadeando, empapados en sudor y en cuanto pudimos recobrar el aliento tomamos la decisión más sensata: aplazar sine die lo de subir corriendo a lo alto del puerto y tomar el primer camino que nos devolviera al pueblo -siempre que fuera en bajada, ojo, importante- y con suerte llegar a nuestras casas a tiempo todavía de desayunar con las familias.

Volver a casa fue estupendo porque nuestros padres se alegraron mucho de vernos y nos dijeron aquello de «Uy, ¡qué poco habéis tardado!».

No volvimos a salir a correr aquel verano, ni al siguiente, ni nunca más. Dedicamos nuestro tiempo y esfuerzo a cosas más importantes: cazar saltamontes, montar en burro en la era, escalar una escombrera, nadar en la presa de la Dehesa. No volver a correr fue algo tácitamente asumido por los tres, aunque no fuera expresado con palabras. Y a día de hoy, 34 años después, no sé Fernando o David, pero yo todavía me mantengo fiel al plan: si no hay necesidad de subir, ¿pa’ qué?