
En el ejemplar de “El Cantábrico” del 15 de enero de 1930, se puede leer: “por haber terminado con aprovechamiento el curso correspondiente, le ha sido concedido el título de instructor de Educación Física al sargento del regimiento de Infantería Valencia 23, Eleuterio Bravo Ruiz”.
Eleuterio tenía por entonces 30 años, era natural de Aguilar de Campoo y era mi tío abuelo. De este tío abuelo, deportista, nunca supe gran cosa cuando era pequeño, más allá de aquel comentario que siempre decía mi madre cuando encontrábamos aquella vieja foto en la lata donde se guardaban los recuerdos: “mira, Carlitos, este es el tío Eleuterio, el hermano de la abuela… el que mataron en la guerra”.
La tecnología, el acceso a los archivos, me ha permitido recientemente, aun con algunas lagunas, reconstruir cómo fue su vida, así que me permitiréis salirme hoy un poco del tema del running y dejar que os cuente la historia de mi tío Eleuterio… el que mataron en la guerra.
Como miles de jóvenes de su generación, ‘Lute’, que así le llamaban, fue arrancado de su entorno y arrojado a una guerra, la africana, que no era la suya. Pero lejos de Aguilar entendió que su pueblo no podía ofrecerle nada que no fuera cuidar del ganado de otro o cultivar por una miseria un trozo de tierra que ni siquiera era propio. La misma miseria que años antes había empujado a su hermano mayor a hacer la maleta y emigrar a la Argentina buscando no ya un futuro mejor, sino tan sólo un futuro. Y ese mismo futuro de miseria desesperada fue el que llevó a Eleuterio a preferir arriesgar su vida, todos los días de cada uno de los siete largos años en los que participó en la guerra del Rif, antes que volver a casa y vivir una vida ya muerta.
Eleuterio era un superviviente que por sobrevivir a su vida sobrevivió a la guerra. Consiguió en poco tiempo el empleo de sargento a base de tesón y a cierta dosis de locura que le hacía ofrecerse voluntario para volver al frente una y otra vez: primero Melilla, luego el regimiento Serrallo 69 de Ceuta y después en el cuarto tabor de Regulares, también de Ceuta; comiendo polvo, sufriendo emboscadas, matando y viendo morir a cientos de seres humanos, amigos o enemigos.
La guerra en África acabó para él con dos cruces de plata ganadas en combate y un buen destino en Santander, a dos pasos de las hermanas y de los padres. También con ese título de instructor de educación física de la Escuela Central de Gimnasia bajo el brazo (porque el de profesor estaba reservado a oficiales, así era aquella España de principios del XX), que aseguraba prácticamente su futuro en un país donde no existía esa titulación en el ámbito civil, por si acaso alguna vez el ejército decidía prescindir de sus servicios. Había triunfado y era feliz en Santander. Los tiros y las explosiones habían quedado lejos, como un mal recuerdo, y él había esquivado todas las balas. Y la guinda del pastel le llegó en 1934, con el ascenso a brigada y un destino aún más cómodo: la Caja de Reclutas de Santander.
Pero el destino se ríe siempre de nuestras alegrías y, coaligado con la peor generación de políticos de nuestro país, también se carcajeó de Eleuterio, de su felicidad y de la de media España. El 18 de julio de 1936 estalló la guerra Civil española y Eleuterio quedó en zona republicana, separado de sus padres y hermanas, que quedaron en la nacional.
Pero Eleuterio era un profesional, y a pesar de todo eligió ser leal a sus mandos e ir donde se le necesitase. De nuevo el frente de una guerra le estaba esperando, esta vez con la compañía de ametralladoras del Batallón 106, y como capitán, gracias a su experiencia africana. «Pan comido«, pensaría, «malo será que me mate una bala aquí cuando tantas otras no pudieron hacerlo a 1000 kilómetros de casa«.
Lo que seguro que no pensó nunca es que esa bala vendría de su propio bando. Bastaron para ello un par de discusiones con otros tenientes de su batallón, milicianos, hombres que habían sido toda su vida chóferes o empleados de una fábrica, pero que llegaban al empleo de oficial en el ejército republicano creyéndose diplomados en estado mayor cuando su único mérito era tener el carnet de un partido político o el de un sindicato. Gente que también así escapaba de la miseria material, a su manera, pero gente que nunca pudo escapar de su propia miseria moral.
Un tiro de pistola mató a Eleuterio. Y otro lo remató. Y allí, en Polientes (o tal vez fuera en Sargentes de la Lora), un día frío de finales del 36 o principios del 37, a escasos kilómetros de su Aguilar de Campoo, quedó tirado el cuerpo sin vida de mi tío abuelo Eleuterio, el que mataron en la guerra.
Y con esa sangre que se esparció en tierra cántabra se derramaron también los sueños de un superviviente, de un futuro profesor de educación física, de un hijo que no vio morir a sus padres, de un tío que no llegaría a conocer a sus sobrinos, de un marido que no conoció a su mujer, de un padre que no vio nacer a sus hijos.
De aquel muchacho que salió del pueblo con 21 años decidido a labrarse un futuro o morir en el intento, tan sólo quedó una foto en blanco y negro que el tiempo tiñó de color sepia, la de un tipo bajito y malencarado delante de una compañía de soldados en formación, en la que con una letra pulcra y ordenada, casi marcial; escribió a sus hermanas: «En Barcelona, de guardia a la puerta del cuartel. Eleuterio Bravo«.
Tocó morir, Eleuterio Bravo. Ochenta años después, tío, podrán decirse muchas cosas de ti, pero jamás nadie podrá decir, ni yo pondré en duda, que en tu corta e intensa vida no hiciste honor a tu apellido.
Bravo (1899-1937).